¿Sabías que las primeras aspiradoras eran manuales? ¿Y que se llegaban a montar fiestas al utilizarla? ¿Que una de las primeras aspiradoras se hizo famosa en la Inglaterra victoriana por acabar con una epidemia? ¿O que en los años 50 se comercializó una aspiradora sin ruedas, tipo aerodeslizador? Zambullámonos en la historia de este humilde pero curioso electrodoméstico, un invento realmente ingenioso: la aspiradora.
Hubo un tiempo en el que no había aspiradoras (o aspiradores, que lo mismo da). De hecho, se trata de un invento bastante reciente por dos razones: la primera es que los materiales y la tecnología necesarios para construir algo así son relativamente avanzados. La segunda es que parte de la motivación para desarrollar un aparato que aspirase el polvo y la suciedad se debió a los avances médicos del siglo XIX y al nacimiento de la bacteriología.
Durante siglos, la gente había empleado escobas y cepillos para limpiar la suciedad del suelo, y también plumeros para desempolvar muebles, libros y demás objetos de las casas. También, en una gran proporción, habían ignorado esa suciedad y vivían en lo que hoy nos parecería auténtica inmundicia. Los sistemas de limpieza que se empleaban llevaban mucho tiempo, requerían un esfuerzo físico considerable (si has cepillado a gatas un pasillo sabes a lo que me refiero), y además eran muy poco eficaces: aunque parte del polvo se queda en el plumero, en gran parte simplemente se sacude al aire de la habitación.
Las alfombras eran un problema aún mayor: era casi imposible quitar la suciedad barriéndolas, de modo que se sacaban a la calle o al campo –según donde estuviera la casa– y se sacudían; de hecho, esto se sigue haciendo aún en algunos sitios. En las ciudades esto significaba, por supuesto, que los viandantes eran “regados” con la porquería de sus vecinos si tenían la mala suerte de pasar mientras se sacudían las alfombras: algo parecido a lo que ocurría hasta el desarrollo del alcantarillado cuando la gente vaciaba sus orinales por la ventana.
Sin embargo, no fue hasta el siglo XIX que empezamos a plantearnos seriamente el diseño de un aparato que no moviese la suciedad de un lugar a otro, sino que la aspirase. Como he mencionado antes, una de las razones fue la creciente preocupación por los gérmenes que se sabía producían infecciones y que mucha gente sospechaba se acumulaban en el polvo. Otra razón, sobre todo en las ciudades de los países industrializados, era la abundancia de hollín: la creciente cantidad de fábricas, además de la naturaleza de los combustibles empleados en la época, hacían de esas ciudades lugares verdaderamente “tiznados por el progreso”.
El primero en patentar un artilugio que podríamos catalogar de aspiradora fue el estadounidense Daniel Hess en 1860. El aparato de Hess no era denominado aún por su inventor “aspirador” sino “barredor de alfombras”, y tenía algunas características sorprendentes para ser el primer diseño de una máquina de este tipo.
El barredor de alfombras de Hess era un avance sobre otros ya existentes en la época: se trataba de artilugios con cepillos rotatorios, que se hacían girar empujándolos por el suelo mediante un juego de engranajes, aunque eran bastante inútiles. Lo que hacía especial al diseño de Hess es que su barredor utilizaba el movimiento de las ruedas para algo más, además de hacer girar los cepillos: se hacía subir y bajar un fuelle. Este fuelle aspiraba el aire y lo hacía pasar por dos depósitos de agua, donde quedaban atrapados el plovo y la suciedad.
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